El vendedor de cuentos – OJOS GRISES

Desplegar la mesa plegable, colocar la cesta para el dinero, el papel en blanco, la máquina de escribir fuera de la funda; todo preparado. Los carteles: ‘Cuentos al minuto, sea el protagonista de un cuento’, ‘Precio: la voluntad’, ‘disponible/ocupado’. Me encanta la gente. Mis historias al minuto son como la gente que pasa, desastrosas. Esa chica morena con los ojos grises. No hago otra cosa que mirar a la gente que pasa. Es asqueroso. Bueno, soy escritor.

Ocupado.

“Tenía los ojos grises. El día frío como la cama de las ancianas viudas. Parecía que el viento llevara a las nubes el color desde sus ojos. Todo estaba manga por hombro en la vida de…”

¿Cómo te llamas? Si no tienes nombre te pondremos uno: Inés.

“Todo estaba manga por hombro en la vida de Inés. Este día y todos los demás. Como los días bonitos en que toda la vida, pasada y futura, cobra sentido, también hay días que ocurre todo lo contrario. Un mal día para ir a ver al ginecólogo.
Al entrar en la consulta Inés tropieza con el escalón y cae, con todo el peso del cuerpo queriendo llegar al suelo antes que nadie, y las manos, cogidas a la correa del bolso, olvidando que tienen responsabilidades en estos asuntos. Plas! Menuda leche. Las viejas y los viejos nunca tienen reparos en narrar los acontecimientos en voz alta mientras ocurren, por muy inapropiado que resulte.

—Mira esa chica, menudo tortazo se ha dado.
Todos mirando.
—Ni herida, ni nada. Sólo humillación.
Piensa Inés calculando los daños.
—¿Estás bien?
En las salas de espera cualquier acontecimiento idiota es comentado entre todos.
—Se hubiera podido matar. Es que los jóvenes van tan deprisa, ya se sabe.
—¿Qué estoy haciendo?
Se desespera Inés en la sala de espera.
—¿Es que estaba usted mareada o algo?
—No, sólo he tropezado.
—¿Seguro que se encuentra bien?
—Sí, gracias.
—¿Está usted embarazada?
—Pues la verdad, no lo sé.
—¿Que emoción verdad?
—Que peligrosos son para la criatura esos golpes. Tienes que ir con más cuidado.

Inés sale de la sala de espera. Atraviesa la puerta que da a la calle. Toma una fuerte bocanada de aire, y llevada por un impulso incontrolable corre con los ojos cerrados. Hasta que se siente volar por los aires. Un coche que no ha tenido tiempo de frenar. Cuyo conductor, al bajar del coche y verla en el suelo, no deja de decir que se le ha echado encima.”

Me encanta esta mierda. El frío. Las nubes. La gente paseando porque es un parque para pasear. Los ancianos aburridos de su vida.

“Nadie le creyó porque tenía barba de más de tres días, la voz aguda que da el carácter inseguro, y esa mirada triste que tienen los depresivos crónicos. Aunque fuera verdad, no valía la pena que lo fuera, y eso la gente de a pié lo valora mucho. Era una de esas personas a las que el resto rehuye por una extraña grima inexplicable. Se llamaba Julián y acompañó a la ambulancia cuando se llevaron a Inés. Esperó el resultado. Se enteró por los médicos, que no queriendo mantener conversación con él, no le preguntaron quién era. Inés estaba embarazada. Julián se ocupó de que avisaran a los padres de Inés, de que les contaran que estaba en coma y embarazada. Esperó a que llegaran y arrastrados por la necesidad le tomaron por el padre de su futuro nieto. Julián se dejó llevar como quién no es capaz de interrumpir a su padre cuando se enfada y riñe al primero que pasa. Humildemente dio su número de teléfono a los padres por si necesitaban algo. Humildemente visitó a Inés con cierta frecuencia. Humildemente acompañó a los padres cuando tuvieron que llevársela a casa como un vegetal. Cuando tuvieron que volver al hospital a que Inés tuviera al bebé, todavía inconsciente, allí estaba Julián. Humildemente. Con aquella humildad que le hacía tan repelente, se la llevó a su casa y cuidó de ella y del bebé, al que le puso de nombre Julián porque así lo creían conveniente los abuelos. Nunca se supo nada del padre. Pasaron los años y los abuelos murieron, contentos con la fantasía de familia feliz en la que se habían acomodado, habiendo conocido a su nieto y pensando que dentro de lo malo su hija tenía una bonita familia.
Un día, mientras su hijo Julián, de seis años, jugaba con ella a los médicos, Inés despertó: no veía nada, sólo una luz blanca. Ni siquiera pensaba nada, sólo un pensamiento indefinido y brillante. Nacer. Sentía intermitentemente a su hijo que la tocaba. Oía a su hijo parlotear jugando, como quien oye el rumor del mar. En realidad podría decirse que no había despertado si no que iba despertando. Tardó doce relajadas horas en tener conciencia de sí misma y empezar a recordar. Y a ver. Nunca nadie con más de seis meses de vida ha conocido una estupefacción constante como la de Inés. Una sorpresa incandescente que emociona, aprieta el estomago y paraliza la voz por tiempo indeterminado. Así estuvo durante un largo año.
Hasta que un día Julián, que humildemente había esperado a que ella dijera algo, la escuchó preguntar:

—¿Qué ha pasado?
Se desperezaron sus cuerdas vocales, tuvo que repetirlo varias veces. Al fin, Julián entendió.
—Hace unos ocho años te atropellé con el coche y quedaste en coma, estabas embarazada y tuviste al bebé mientras todavía estabas inconsciente, tus padres quisieron llamarle Julián, y así se llama. Unos años más tarde murieron y yo me hice cargo de ti y del niño. Hace un año despertaste, y hoy has hablado por primera vez desde hace ocho años.

Un extraño silencio se instaló entre ellos.

—¿Quién eres tú?
Preguntó entonces Inés, esperando algo más digestivo.
—Julián, el que te atropelló.
Una voz de niño interrumpió la digestión de Inés, que de milagro no murió atragantada.
—Papá, ¿mamá se ha despertado para siempre?”

Disponible.

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5 comentarios:

Cristian dijo...

Millor. Enhorabona! Qualsevol dia podràs escriue algun haiku!
una abraçada
Cristian i/o Ed Whalley

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